jueves, 5 de mayo de 2016

La historia de un bala perdida y un desastre.

Que le dije que era un desastre,
que no dormía hasta tarde por recordarle,
que era la pequeña de las dudas infinitas,
que el miedo podía con mis ganas,
que mis ojeras eran bonitas
y casi siempre vivía entre puertas de acero,
llorando y sin sonrisa.

Que tenía poco que ofrecer,
         o más bien nada,
que un alma hecha trizas de poco sirve hoy en día.

Que por si poco fuera,
yo era poeta
y a veces me gustaba escribirle a la luna,
o ponerle a él como musa
dejando que su melodía
fuera la banda sonora de mi vida.

Que quería demasiado y,
a menudo,
lo hacía con los menos adecuados.

Me dijo que él era un bala perdida,
que le encantaban mis mentiras
porque yo era como un faro en plena ventisca.
Que amaba al desastre que me envolvía,
que pocas horas dormía
y al día siguiente lucía
esas banderas negras bajo los ojos que,
lejos de pedir paz,
estas pedían guerra
                           de sonrisas.

Que se quedaba para besar las cicatrices de mi alma
y leer mi poesía,
que ojalá todos mis poemas fuesen dedicados,
dijo,
a alguien más centrado,
con menos pájaros en la cabeza
y más en las manos,
a alguien que no fuese un bala perdida
por perderse una de mis sonrisas.

Entonces comprendimos
que éramos iguales
pero siempre distintos
                              imposibles.
Queriéndonos a morir,
matándonos por querernos,
pero siempre en silencio.

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